Se viene un final que contiene en sí muchos finales, que atranca
hasta la última cerradura la puerta del armario donde los recuerdos tendrán un
silencioso y merecido descanso. Donde, si vuelvo, será rápido a tomar algún
objeto necesario para seguir adelante.
A veces quisiera más bien que en lugar de encerrados, esos
recuerdos estuvieran enterrados, con una lápida modesta que diga: "Nunca se es el mismo". No sé por qué se
me ocurrió ese epitafio, tal vez por que escuché que la materia que nos
constituye está en constante renovación y que sólo nos quedan algunos rastros de lo
que éramos. Así que, si alguien dice: No puedo creerlo, ¡eres el mismo!, podemos
llamarle imbécil.
El problema es la
memoria (y sus recuerdos). Ese conducto por el cual podemos tener regresiones
vergonzosas o proyecciones dudosas, es, desafortunadamente, el cimiento sobre
el cual está construida nuestra psique. Sin nuestra memoria, hasta la decisión
más sencilla sería imposible de tomar, la memoria te da referencia: Es un ancla con la realidad. ¿Por qué, sino por supervivencia, recordamos
todo, incluyendo lo malo?
La pregunta incluye una respuesta inmediata y poco
satisfactoria cuando a veces tengo la impresión de que lo que recuerdo no tiene
sentido recordarlo. Debo decirlo, la mayoría de mis recuerdos sólo viven para
atormentarme. Mañana todo esto se
convertirá en recuerdo, y eso es precisamente el motivo del espanto. Así
funcionamos, nada nos alegra o nos asusta más que las cosas que, una vez
redimensionadas en la memoria, se vuelven recuerdos.
Es algo así como temerle a los zombies, ¿quién no le teme a los zombies? Alguna vez estuvieron vivos: fueron vivos vivientes.
Tuvieron conciencia, capacidad de organización y tal vez un auto rápido y uno de esos pinos que se cuelgan del retrovisor. Otros cargaban pistola con la misma constancia con que se cargan las
llaves. Pero no, no es hasta que mueren, hasta que son muertos vivientes que salimos
corriendo despavoridos. ¿Qué hacen los
recuerdos, si son muertos vivientes, que nos duelen?